En la vieja estación huele a café. Recorro el andén atropellando mis pasos de tacón, casi a ciegas, a través de una niebla abismal. Me siento como una flecha audaz arrastrando la maleta de un adiós. Alejándome del nosotros, tal cual. Cuántas veces visualicé este momento sin moverme del sofá. Sudorando aún, me asiento cerrando los ojos mientras descargo un suspiro animal. Contemplo el amanecer rojizo a través del ventanal dispuesta a dejarme atrás como la estela del frío convertida en humo polar. Soy un corazón nítido en la buhardilla de un bosque de ramas rotas. Un latido dispuesto a soltar y dejar atrás un descosido demasiado familiar.

Ciao, bye, au revoir. Adiós porque mi vida ya no es contigo. Dejo atrás un amor marchito que me ha dejado como la ceniza de un ciempiés.

No hace ni dos horas que te observaba sin pestañear mientras dormías, como un ciervo cornudo descansando en la inocencia del silencio.

Y siento una mezcla de liviandad y extrañeza en mi rostro de mandíbulas rígidas. Y percibo el pulso de mi corazón haciendo más ruido que la voz de la revisora espetando su billete, por favor. Ella, en su amargura, y embutida en su áspero uniforme de color gris, me recuerda a la Rottenmeier. Reconozco que ante las mujeres, soy una sospecha de guardiana institutriz.

El tren agita sus caderas retando mi equilibrio mientras llego a la barra de la socialité del café bar y me embriaga una sensación de calidez. A mi derecha descubro a un hombre atractivo, de larga melena rubia, sosteniendo a un crío de meses.

-¿Ya vas a soñar, verdad? atrapo la dulzura del timbre de su voz.

La criatura balbucea g-h-u-u-s y g-h-a-a-s agitando sus alas sin perder su ángel y siento paz como testigo del ritual de un amor mayúsculo. El le arropa, le acaricia y le arrulla con delicadeza despertándome hacia una hipnosis. El binomio padre e hijo me atrae irremediablemente. Y reconozco el buen amor a la legua, también cada uno de los compartimentos de su mochila amarilla quizá noruega o del Canadá. Tres pañales seguidos, dos biberones con leche a la mitad y un trenecito de madera de color roído. Y les espío, voraz y descarada, cautivada por la ternura de este hombre por sorpresa a mi vera que alguna vez imaginé. Estremecida me dejo envolver por esta nube esencial de amabilidad, tan de verdad. El verbo amar es un presente continuo en el pálpito de mi corazón. Un arrebato en comunión con mi esencia. Y deseo reconocerle más. Porque me estremece un corazón dispuesto. Tan prístino. Y me sonrojo al fijarme en la piel de sus manos huesudas que abarcan la intimidad. Y susurro amor. Porque me estremece la ternura del hombre entregado. Y observando cómo le meces y abrazas me doy cuenta, que ya te soñé, con te de tú, sí, te reconozco y en este lugar veloz del mundo, en la barra del bar, ahora tú eres mi cielo protector. Aunque no lo sepas.

Amo la dicha y ese es mi compromiso, ser amor y por este nuevo viaje sin retorno ni hoja de ruta me abrazo con toda el alma, por siempre. Sin culpa ni vergüenza, arrojada, flechada.

Sí es por fín, no hacerlo, eternidad.