Hay dos tipos de abrazos. Los que se dan socialmente, sin conexión. Y aquéllos que damos con la intención de darnos y ser recibidos. Me interesan estos últimos, porque duran más y sobretodo porque son grandes potenciadores del bienestar. Aquéllos en los que nos damos permiso para el contacto, para relajarnos en el otro, conscientes de la potencia generadora de conexión mutua. Estos abrazos activan unos receptores en la piel denominados corpúsculos de Pacini, que son los encargados de enviar las señales al cerebro reduciendo de esta manera la presión arterial. También se ha verificado que mejoran la autoestima, ya que aumentan el estado de ánimo y energía.

Un abrazo sentido fortalece el sistema inmune, al favorecer la creación de glóbulos blancos, las células encargadas de combatir infecciones y enfermedades. Si abrazamos de verdad- que no fuerte- liberamos serotonina y dopamina, generando una gran sensación de bienestar y felicidad en la persona que los da y en la que los recibe.

Abrazar relaja, nos aporta tranquilidad, seguridad y confianza, disminuye el estrés, relaja los músculos y nos hace sentir bien.

Qué reconfortante es un abrazo cuando se recibe de alguien que te quiere y que te respeta. Cuando existe permiso para el contacto y nos abrimos a él, sentimos la protección amorosa que nos llena, y podemos apreciar el maravilloso regalo que nos están ofreciendo.

Nadie lo duda. Son maravillosos los abrazos, pero ¿por qué una gran parte de la sociedad se resiste a ellos?¿por qué no se prodigan más?