En mi experiencia, como paciente y terapeuta, una de las vías más potentes para apoyar a una persona en su proceso de sanación es permitiendo la emoción. El término emoción procede del latín, significa “el impulso que induce la acción” y es fundamentalmente adaptativa. Las personas, además de poseer emociones, necesitamos aprender a sentirlas y regularlas ya que constituyen una importante fuente de información y acción.

A no ser que los adultos de referencia nos enseñaran cómo fluir de manera sana con las emociones, de niños tuvimos que defendernos cómo mejor supimos. Y es que seguramente el dolor o la incomodidad, muchas veces, fueron tan intensos que aprendimos a ocultarlos. Una experiencia traumática puede llevar a la persona a desconectarse de su campo emocional antes de repetir la experiencia tan dolorosa que vivió en el pasado. Y para compensar esta desconexión emocional, la persona somatiza, siendo el cuerpo el que expresa lo reprimido emocionalmente.

En un proceso terapéutico uno de los aprendizajes clave en este trabajo es reconocer la figura imaginada de una niña interna. Todos aguardamos a un infante imaginario que guarda experiencias y aprendizajes emocionales. Cuando identificamos los mecanismos aprendidos de protección y evitación progresamos hacia un definitivo estado de mejora en el paciente. En sesión, generalmente se contacta con emociones que fueron bloqueadas o interferidas y no fueron gestionadas adecuadamente, por lo que quedaron acumuladas en la persona. Sabemos que lo que genera patologías son las emociones excesivas o las crónicamente bloqueadas.

Las aportaciones del análisis transaccional, la bioenergética y las técnicas de trabajo emocional están contribuyendo de manera definitiva a que un proceso terapeútico tenga lugar en un tiempo breve en comparación con terapias más analíticas. Todo ser humano, sin excepción, es valioso, importante, y debe ser tomado en cuenta en su totalidad. Lo que sucede es que por nuestro estilo de vida, tantas veces, el espacio terapeútico se consolida como el único lugar posible para darnos permiso y expresar un grito, un lamento o una honesta declaración.